jueves, 10 de julio de 2014

Viaje a Ginebra



¡Hola de nuevo! Vaya abandono de blog que he hecho durante casi un año… En mi defensa he de decir que este curso me ha absorbido por completo y he hecho un sprint final para acabar las asignaturas de la carrera este año ¡¡Madre mía cuantas cosas han pasado durante el curso!! No sabría ni por dónde empezar a escribir. Sin embargo, las dos siguientes entradas no serán para criticar las continuas reformas que nos asfixian cada vez más atacando ya hasta a los ahorros que tienes o pagando por tu propio despido; tampoco hablaré en estas entradas de nuestro recién proclamado Felipe VI ni tampoco hablaré de fútbol y de lo vergonzoso de este mundial (y no lo digo por la hecatombe de España o Brasil), pero sí hablaré en las siguientes entradas del país carioca, y mucho. Aunque antes tengo una entrada pendiente desde Enero, mes en el que visité un país excepcional, para lo bueno y para lo malo, pero que me conquistó. 


Unos días antes de emprender ese viaje, un relojero nos dijo:

- “¡Anda! Vais al país de la leche y los relojes”

Frase que enfadó mucho al que sería mi guía turístico y mi compañero de aventuras con toda la razón, ya que no sólo hay leche y relojes, sino que allí he podido ver en una semana cómo son líderes en el chocolate, en ciertos quesos específicos, en relojes, en diversidad cultural, en diversidad de lenguas (4 lenguas nacionales muy distintas entre sí) y paisajes, centro de la diplomacia mundial y lo más sorprendente, cómo un país tan pequeño ha podido concentrar tanta cantidad de dinero negro, blanco y de todos los colores. Cómo se han hecho especialistas y líderes en gestionar fortunas, en atraer dinero sucio y en albergar miles de bancos (a modo anecdótico, aún así es España el país con más sucursales por habitante del mundo: 95,87 oficinas por cada 100.000 habitantes… pero estos van más a lo grande). A estas alturas creo que podéis adivinar de qué país se trata: Suiza.

He tenido la gran suerte de poder visitar una hermosa ciudad, Ginebra. Trataré brevemente de que por un momento seáis mis ojos y mi mente durante esa intensa semana. 



“Un filón de luz a través de la persiana me anuncia que por fin ha llegado el esperado día, ese en el que he dicho adiós a los exámenes cuatrimestrales y emprendo un expectante viaje a la tierra de la leche y los relojes. Vaya narices había tenido el hombre de decir aquello y lo peor, de discutírselo concienzudamente a alguien que amaba aquellas tierras (no precisamente por esas dos características). 


El gusanillo ya empezaba a asomar en mi estómago. Ese gusanillo que nos recorre de arriba abajo cada vez que cogemos la maleta y sabemos que ese día no dormiremos en nuestra cama de siempre, sino que dormiremos en otra ciudad e incluso en otro país. Es simplemente, una fantástica sensación.


La maleta ya estaba hecha así que sólo era ultimar un par de detalles y arrancar hacia el aeropuerto de Oporto en el querido y apreciado Córdoba de mi guía turístico. Sintonía portuguesa para amenizar el viaje que la lluvia trataba de estropear. Mientras, el gobierno portugués nos recordaba “a distância de segurança” y nos permitía llegar a nuestro destino entre carcajadas y bromas a pesar del aura de pesimismo instaurada alrededor del viaje por culpa de una borrasca inoportuna, traída por el mismísimo Tláloc desde tierras mayas. 


Llegaba el momento del control de seguridad, ese arco malicioso que provoca siempre en mí la extraña sensación de angustia ante un posible pitido que ponga en duda mi honorable inocencia. Mi acompañante aventurero, acostumbrado a los aeropuertos como quien va por su casa, simplemente disfrutaba del que espero, algún día sea su centro de trabajo. Sin embargo no fue al arco a lo que yo debía temer, sino que mi primer obstáculo sería mi propia cabeza: les dejaba un anillo de recuerdo si no me llego a percatar a tiempo de su ausencia en mi dedo. 


El vuelo transcurrió entre un sueño y el siguiente hasta empezar a ver a los preciosos Alpes asomándose por la ventanilla, los cuales, también a modo anecdótico, ocupan el 63% de la superficie del país helvético.

Según pisas aeropuerto suizo, montones de carteles te inundan a ambos lados de los pasillos de llegadas confirmándote en qué territorio estás: expertos gestores de fortunas buscando acaudalados clientes así como montones de anuncios de relojes tratando de cazar consumidores no menos pudientes. Sí, es la tierra del dinero, no hay duda.


Después de recoger nuestro equipaje nos dirigimos a la salida donde nos esperaban dos fantásticas personas que hicieron que en Ginebra me sintiese como en mi casa: una prima de mi compinche y su novio (ya marido). Este viaje fue muy especial en gran  parte por ellos y el resto de familia que nos acogieron maravillosamente bien en sus casas, nos dieron de su comida y nos prestaron un trocito de su corazón, llevándose un poquito del mío de paso. Desde aquí, mil millones de gracias a todos ellos.


De camino a casa ya se podían apreciar ciertas diferencias con el país que acababa de dejar atrás por una semana. Los semáforos antes de ponerse en verde desde el rojo, pasan también por el ámbar. Me explicaron que era para que la gente ya fuese metiendo la marcha y preparándose para arrancar. En mi cabeza surgió inmediatamente un pensamiento: si esto pasa en Vigo, la gente pone la marcha cuando todavía está en rojo y en el momento en que el semáforo amenace con cambiar a ámbar, el conductor ya está en el siguiente semáforo. Creo que ni los pilotos de fórmula uno tienen tan avivado este reflejo como en Vigo.


Llegamos a casa y para mi sorpresa mayúscula, los garajes no eran una partida de tetris dentro de un bajo como solían acostumbrar las ciudades que yo conocía. Cada persona tenía su plaza con su puerta y su holgura, así como los pasillos, anchos como una autovía en comparación con la distancia que te puedes encontrar en cualquier garaje que yo tenga en mente. Si en el fondo, los españoles somos los mejores pilotos… Pero aún así, lo mejor de las casas de Ginebra no son los garajes, ni mucho menos. Algo que a cualquier español le sorprendería con mayúsculas es ver que no existe el concepto de patio de luces. No, no existe, estáis leyendo bien. Allí los edificios son totalmente exteriores, existiendo en el medio de varios edificios un parque enorme precioso donde los niños pueden divertirse y la gente mayor respirar aire puro. Pequeños oasis entre los edificios, escena muy parecida a los tendederos, cañerías milenarias, ladrillos a medio caer y humedades que caracterizan las vistas de los edificios urbanos españoles (este año mis dos vistas exteriores eran a dos patios de luces…). 


El interior de la casa también es diferente a lo que acostumbramos a ver por aquí. Dejando de lado el exquisito gusto por la decoración de sus dueños así como la extremada pulcritud, me llamó la atención el hecho de tener separado el baño del aseo. Por un lado existe un cuartito donde está el váter con su lavabo y en otra dependencia se encuentra una bañera con otro lavabo. En mi opinión, prefiero el método español, además de que echaría de menos algo que allí no existe: el bidé. Ese mueble que hace surja la pregunta “¿por qué a alguien se le ocurrió poner semejante armatoste que quita espacio en el baño y nunca se usa?”, pero al cual yo le saco un partido tremendo. Lo peor de las casas en Ginebra: su precio. Totalmente por las nubes debido a la escasez de oferta y la creciente demanda. Es un gran problema en Ginebra y para personas que buscan una vivienda donde empezar su vida. Aunque allí el concepto de hipoteca es distinto al de aquí. Allí es casi una buena cosa ya que te libra de pagar muchos impuestos, por lo que suelen contratar una hipoteca para toda la vida e incluso se la pueden pasar a los hijos. Lo difícil es conseguir ese “derecho” a tener una propiedad o simplemente una propiedad libre al alcance de tu bolsillo.  


Lo siguiente que visité fue un supermercado de una de las dos grandes cadenas que existen en Suiza: Migros. La otra cadena se llama Coop. Lo más sorprendente, el precio de la carne y pescado. Totalmente fuera de alcance de los débiles bolsillos españoles. Muestran el precio en vez de por kilogramo, por 100 gramos. Es decir, puedes ver: pollo, 5.3 € y parecerte barato, pero es por 100 gramos, con lo que en kilogramos serían 53 €/kg. Desorbitado. La sección de fruta se convirtió en mi preferida. Apetece comértela allí mismo. Lejos de ciertas imágenes en supermercados de por aquí, allí tienen todo perfectamente colocado, incluso alguna fruta cortadita en una impecable harmonía con el resto de frutas, que invitan a devorarlas sin piedad.

Para acabar ese agitado primer día, cenamos una Raclette con casi toda la familia. Un plato donde la base es el queso así denominado, típico del cantón suizo Valais. Dicho queso se derrite en una parrilla la cual tiene un foco de calor y cuando el proceso del queso derretido se completa, se come acompañado de otras verduras también a la parrilla, patatas cocidas y  diversos tipos de embutido. Un manjar con mucho carácter social. En esa cena pude notar muchas cosas características de unos ginebrinos como el odio al pueblo francés, el cual está pegado a la ciudad. Ese odio es recíproco con esos franceses fronterizos. El conflicto viene de que los franceses que viven en la frontera se aprovechan de los altos sueldos de Suiza, y los suizos se aprovechan del menor precio de la vivienda en territorio galo. Esto para empezar, pero hay muchas cosas más que daría para tres entradas si transcribo todo lo que se dijo ese día y los sucesivos… Aún así, una polémica medida reciente que obliga a todo aquel que viva en territorio francés  cotizar a la seguridad social de Francia (los suizos suelen contratar un seguro de salud privado) ha avivado todavía más la llama. Pero la rivalidad de Ginebra no la tiene sólo por un lado con los franchutes, sino que también hay un enfrentamiento interno de sátiras con otra ciudad pegada a ellos: Laussane. No sé yo si estos ginebrinos no se meterán en camisas de once varas con tanta disputa dialéctica.


Otra cosa característica que se podía desprender de la cena es el espíritu de toda esa gente emigrante que ha tenido que dejar la tierra donde nació y donde creció por labrarse un futuro no sólo propio, sino un futuro del que dependía toda su familia. Marchaban cual valientes soldados que van a una guerra, sufriendo muchas caídas por el camino, mucho sudor, muchas lágrimas y sobre todo, mucha soledad acompañada de la mano del miedo. Nada que ver con la emigración actual, donde el skype acorta las distancias y la seguridad de esos abuelos/padres con remesas suficientes por si necesitas algo o las cosas no salen bien, te permite tropezar. Antes no había opción. Sólo podían salir bien y tu familia dependía de ello, no había lugar a decir que no. 


Llega la noche y con ella, todo el cansancio acumulado, ¿Pero quién dijo que en Suiza se pasaba frío? Nos derretimos cual hielito en medio de aquellos hornos que daban vida al Titanic, hecho que impedía todo acto de romanticismo entre cualquier pareja. Esa es otra característica de la gente de allí, tienen la calefacción altísima porque pagan prácticamente lo mismo si la tienen muy alta o muy baja. Me da pena porque el medio ambiente sí nota esa diferencia y no es necesaria semejante temperatura. Pero enseguida uno se acostumbra a lo bueno.


Cuando las aceras todavía no estaban puestas (o eso creía yo) era hora de levantarse para aprovechar el día al máximo. Después de la acalorada noche me levanté dispuesta a darme una ducha que hiciera de efecto despertador y calentador, ya que la necesidad de abrir la ventana para poder respirar en las primeras horas de la noche había hecho que a primera hora de la mañana esa habitación fuese un témpano de hielo. 


Cuando me dispongo a introducirme en la bañera me doy cuenta de que casi hace falta un arnés para superar semejante escalón sin sufrir vértigo o peor, sin resbalar peligrosamente. Eché de menos unas gagdetopiernas para superar sin dificultades la altura de esa bañera. Al salir del relajante baño descubrí que nos habían dejado un genuino desayuno preparado en la mesa con todo lo necesario para no pasar hambre durante un mes entero. Ante tal despliegue, no pude más que dibujar una sonrisa y sentirme princesa por un día. 


Mi príncipe y yo salimos de casa dispuestos a recorrernos Ginebra de arriba abajo hasta que las piernas aguantasen. La primera parada fue la antigua casa de un niño que se crió en Ginebra hasta que empezó a hacerse un hombre, el niño que hizo posible este viaje. Visitamos el edificio y los antiguos vecinos de dicho joven. Las emociones brotaban por cada poro de su piel a cada persona que se encontraba, recordando esos viejos tiempos, las travesuras, las confidencias y sobre todo, la amistad de tantos años que el tiempo y la distancia a veces cubre de polvo pero como tal, se limpia con un soplido y como nuevo.


La siguiente parada de nuestro día fue un “barrio” pegado a Ginebra, Versoix, en continuo crecimiento debido a la demanda de vivienda antes mencionada. Allí estuvimos con un terremoto, inquieto e hipersimpático niño, ahijado de mi apuesto caballero aprovechando esos pocos momentos que la distancia (de nuevo) deja disfrutar.


La tarde se la dedicamos a la bella ciudad. No me cansaré de repetir lo preciosa que me pareció, con ese chorro gigante e imponente luciendo orgulloso como estandarte de una ciudad pequeña pero acogedora, con todo aquello que necesites para vivir, multicultural, encontrándote a cada paso un idioma distinto adornando el tranquilo silencio que se respira en cualquier rincón. Me ha impresionado ese sigilo sólo perturbado por el tilín tilín de los tranvías que anuncian su paso, a pesar de la multitud de personas que pasean sus imperiales calles. Un pueblo que no ha querido presumir de ciudad, ni convertirse en una gran metrópolis, pero que las circunstancias están haciendo que este hecho se revierta hacia unos edificios de viviendas altos en las afueras, típicos de cualquier otra ciudad, de momento tratando de preservar en el centro ese espíritu que te traslada por momentos al siglo XVIII o XIX. 


Dentro de su galantería, Ginebra también presume de tener el reloj de péndulo más grande del mundo. Y no menos elegante y presuntuosas eran las tiendas que vimos pocos momentos después. De esos locales donde el precio no es algo que se pregunte ni se quiera saber, simplemente quien puede, quiere el objeto y se lo lleva mientras la tarjeta de crédito oro cubierta de diamantes y con bordes de californium (el segundo material más caro del mundo) cumple el capricho de su dueñ@. En esos escaparates gente humilde y poco discreta como yo se asombra de los pocos que ponen precios y se atreve a sacarle una foto, aún a riesgo de ser el centro de la mofa de cualquier abrigo de visón que pase por al lado. 


El tiempo nos permitió sacarnos unas bonitas fotos junto al lago Léman, con un fondo marcado por el chorro que anteriormente mencioné. Un paisaje que era el marco perfecto a la historia que tenía detrás el viaje y mi fiel confidente.

También quedaba de camino la estatua de la emperatriz Sissi, la cual tenía la suerte de vislumbrar  el hermoso lago todos los días en recuerdo a su asesinato perpetrado en 1898 en ese mismo lugar y consumado a bordo de un barco que zarpó del muelle del Mont Blanc, cayendo finalmente exánime en el hotel Beau Rivage. 


Otra parada inevitable tenía que ser una tienda oficial de las famosas navajas suizas, la tienda de Victorinox. Es un espacio fantástico, con todas las navajas de todas las clases colgando por las paredes detrás de un cristal perfectamente colocadas. Dos plantas de edificio con una magia especial propia de la marca Suiza. Para completar el marketing perfecto, una personalización de las navajas hacen irresistible llevar el recuerdo made in Switzerland. 


Entre tanto paseo de pronto encontramos algo español, muy español. Esa invocación a nuestra dañada monarquía protagonista en esa ciudad ya que es la residencia de “doña Cristina”.

Consumiendo las últimas horas de luz, un último paseo por las calles empedradas y con rumbo a casa para descansar de otro agotador día. 


El segundo día podríamos titularlo como el día de la suerte. Esos días donde todos los astros se han puesto de acuerdo para guiar tus pasos y donde tratas de buscar cuál es la combinación de ropa, colonia, pie con el que te levantas, raya del pelo, desayuno, mano con la que subes la persiana, etc. que han hecho que tu vida dejara de ser el centro de la mala suerte. Empezando por la carrera a lo Forrest Gump para alcanzar el autobús que nos llevase a la sede de la ONU en Ginebra (llegamos un minuto tarde pero como sabemos de la puntualidad suiza, eso no se perdona), pero que permitió que tuviésemos una la charla en español y a una hora en la que no debería de haber visita. Siguiente punto de suerte: si tu dejas un bonito regalo encima de un sofá de una sala de espera donde pasan cientos de visitantes durante todo el día, ¿cuántas posibilidades hay de que ese hermoso regalo siga en su posición intacta 4 horas después?, pues en Ginebra, el 100%. Im – pre – sio- nan-te. 


No me enrollaré con la visita a la ONU, la cual me pareció fantástica y en la que descubrimos asombrados que los españoles los tenemos bien puestos. Hemos realizado un regalo a la organización por valor de 8 millones de euros: una sala entera. Ale, para que se enteren el resto de países de quien son los más estúpidos. ¿Qué es eso de regalar cuadros, esculturas o alfombras como el resto? Una sala entera!! Ole ole y ole. 


Al salir de la ONU se puede ver en la plaza de las naciones una silla gigante con una pata rota, que simboliza las víctimas que todavía hay hoy en día por culpa de las minas anti persona que todavía hay puestas, un grave problema con difícil solución. 


Ginebra, como decía al principio de esta larga entrada, es el centro mundial de la diplomacia, ya que en ella se encuentran unas 200 sedes de distintas organizaciones mundiales como la ONU, la OMS, el Comité Internacional de la Cruz Roja, la OMPI, la OIT, etc etc etc. Esto es debido a la neutralidad del país ante los distintos conflictos que azotaron al mundo. 


La comida fue en casa de unos amigos, muy agradable, pero donde descubrí que no soy esa niña tragona que todo lo come y que todo le gusta, ese motivo de satisfacción por parte de padres y abuelos que presumen de ello como si fuese un trofeo. Pues no, no lo soy. No me gusta el sushi. Lo detesto. 


Siguiente momento de suerte, llegar a la estación de tren después de comer y darte cuenta de que te dejaste la cartera en la casa que comiste, a la cual hay que ir en coche y mientras, el tren se asoma intrépido por la curva avanzando sin aminorar la marcha para que tú puedas ir a por tu pertenencia. Pero como ese día era de buena suerte, aparece salvadora la mujer que te dio de comer con tu cartera y puedes entrar justo a tiempo en el tren que te lleva de vuelta a Ginebra. Era nuestro día sin duda.


Más tarde tomamos algo con una chica portuguesa, que de haber sabido el futuro que me esperaba, la hubiese exprimido más. Una hermosa rubia de ojos azules (tranquilos piratas que tiene un novio igual de guapo que ella) y muy amable. Aquí empezó mi curso acelerado express de francés para conseguir adivinar de lo que hablaban mi garrido compañero y su amiga, a través de alguna palabra descolgada que conseguía saber su significado. 


A este agradable café lo acompañó después otro paseo por la parte más antigua de Ginebra, con las correspondientes visitas a la Catedral de Saint Pierre y la Iglesia Ortodoxa Rusa. Así como la cita con el banco más largo del mundo. Finalmente para acabar el día fuimos a una parte de la ciudad llamada Carouge, en tranvía. Y qué decir del transporte público, una maravilla. Pasa constantemente y lo puedes elegir de todas las modalidades (autobús, tren, trolebús, tranvía…). A mí me tocó encontrar todas las máquinas estropeadas para comprar el billete pero te puedes arriesgar a subir sin él mientras no pase un revisor. 


Tomamos una cerveza con granadina deliciosa con otros amigos. De nuevo esfuerzo por tratar de entender palabrejas del francés, pero sorprendiéndome a mí misma con mi capacidad de seguir una conversación sin apenas entender nada. Una más que agradable charla (a pesar de estar como pulpo en un garaje) con gente que transmitía una gran vibra. 


Después de las charlas con los amigos de mi acompañante, pude ver algo de la parte mala de Ginebra para la gente joven: una enorme competitividad en ciertas carreras como medicina o derecho, muy abusiva y abrasiva. Tampoco es una ciudad para salir de noche a menos que estés dispuesto a pagar semejantes precios. 


Regresamos a nuestra confortable casa sin otra cosa que ocupe nuestra mente más que un colchón y una almohada, preciados tesoros en aquel instante.


Apenas 4 horas después de caer rendidos en los brazos de Morfeo, unos pajarillos escondidos dentro del celular nos avisaban de que era momento de levantarse para ir a la montaña. Entre lagañas y aún con el resonar del despertador zoológico, nos subimos al coche en el cual nos esperaba todavía una hora para llegar al destino: el pueblo de Gruyères.


Imagínense en sus mentes un pueblito suizo de montaña, por donde podría brincar la mismísima Heidi con su ermitaño abuelo. Visualicen las montañas vestidas con un extenso y copioso manto blanco rodeando al pueblecito, las casas que nos saludan con sus grandes ventanas de madera adornadas con farolillos que ofrecen una calurosa bienvenida dentro del gélido frío que allí se respiraba. Los caminos empedrados y resbaladizos por la fina capa de hielo que soportaban. Un lugar al cual le da vida su famoso queso y el turismo que él solito atrae. En el medio de la villa una fuente de la cual brotaban dos hilos de agua a punto de convertirse en dos carámbanos. 
 

Tuve la suerte de poder visitar la fábrica del conocido queso suizo acompañada también de una guía muy peculiar: una vaca con un tono de voz de lo más sensual que invitaba a través del audioguía a que palpáramos sus ubres mientras le dábamos golpecitos… Allí pudimos ver todo el proceso productivo y sentir su penetrante olor que perduraría durante días. No podíamos comer otra cosa que la rica fondue elaborada a partir del queso Gruyère en un restaurante lleno hasta los topes y en el cual no me pude sentir más española, ya que el idioma que más se escuchaba por todas las mesas era el hispano. Incluso la camarera era de A Coruña… si es que estamos en todos lados. 


Por la tarde la visita fue más golosa, la fábrica de cholocate Cailler. Mi estómago protestaba porque lo había llenado con el anterior plato sin dejar espacio para el maravilloso postre que nos esperaba en la factoría. He de decir, que fue la visita más sorprendente para mí, con una espectacular puesta en escena que narraba toda la historia del chocolate, desde su origen amazonense – mexicano hasta su llegada a Europa y el invento suizo: el chocolate con leche. Benditos suizos. Al finalizar el paseo un banquete traído de los Olimpos nos invitaba a probar cuanto chocolate quisiésemos pero la gula no pudo con mi poderoso estómago, ya ocupado con el queso. Fue una pena.


Esa noche tanto mi gallardo caballero como yo prometimos no probar bocado hasta el día siguiente. Sin embargo no sabía lo que nos esperaba en Versoix. La carne más rica que jamás he probado. Tierna como la mantequilla y sabrosa como ninguna, esa chicha de caballo que había encima de la mesa para comer en una fondue de carne ha sido y puede que sea, el bocado cárnico más sabroso que han degustado mis papilas. Ante tal oportunidad, mi estómago hizo un esfuerzo por liberar un hueco y recibir con los brazos abiertos a tan exquisito manjar. 


En esa cena descubrí que hay un barrio peligroso y temido por todos los ginebrinos, el barrio de Pâquis. Muy asustados los comensales comentaban anécdotas que ocurrían en esa zona, muy afectada por la oleada de inmigrantes que habían llegado a la ciudad durante los últimos años, cosa que puede que no vuelva a pasar debido al cierre de fronteras tan sonado como polémico que ha protagonizado Suiza. “Ginebra xa non é o que era”.

La noche llegó como un oasis en el desierto y rendidos, nos fundimos de nuevo en los brazos de nuestro apreciado Morfeo. 


No había tiempo para dormir plácidamente, los días se acababan y había que aprovecharlos al máximo, por lo que tocaba un nuevo madrugón. Esta vez para ir a Laussane, al otro lado del lago Léman. Antes de llegar al pueblo, paramos en una muy reputada Universidad, la EPFL. Entramos en un edificio denominado Rolex Learning Center. Un desafío total para cualquier arquitecto, con serpenteantes formas que comunicaban unos lugares con otros desafiando a la gravedad en muchas de sus instancias. Un lugar original, zen y lleno de estudiantes apurando sus horas hasta la llegada de los exámenes.


La ciudad de Laussane quedará en mi retina como el lugar en el que algún superhéroe fortachón agarró un extremo del pueblo y lo levantó, dejando para el resto de los días unas cuestas imposibles cruzando de punta a punta la ciudad. Me gustaría saber la capacidad muscular en los gemelos de la gente que allí habita, así como el gasto de gasolina y embrague de los coches que circulan. 


Después de una estupenda comida, la tarde se la dedicamos a algo que yo esperaba con fervor, el Museo Olímpico Internacional, con sede en Laussane. La expectación que se alojaba en mi interior fue difuminándose cual arenilla de sal en el océano a medida que avanzaba por el museo. Poco didáctico y nada interactivo, mucha información sin asimilar de la cual no me acuerdo de casi nada. Sólo hubo dos momentos fantásticos; uno fue un video muy emocionante que revivió en mí la llama apagada hace muchos años de un sueño sin cumplir: ser atleta. El otro momento fue ser atleta durante unos segundos en una carrera de 100 metros contra mi recurrente compañero. La victoria, por milésimas, fue para él.


El día se acababa y con él, nuestras energías. Al despertarnos sólo quedaban dos días y mi cabeza inconscientemente empezó a hacer la marcha atrás de las horas que nos quedaban en aquel maravilloso sitio.


El día lo dedicaríamos a otro tópico suizo, los relojes. Gracias a un coche que nos prestó la familia, pudimos ir nosotros dos solos al famoso Vallée de Joux, cuna de la relojería mecánica de gran calidad. Allí se pueden encontrar numerosas sedes de producción y los centros especializados de las más prestigiosas marcas de relojería suiza. También tuvimos la suerte de que el dueño de una de ellas nos enseñó las tripas de algo que es más que un trabajo, es una pasión. 


Pero antes de eso, nuestro viaje no iba a ser de rosas hasta llegar al destino. Un coche dando sus últimas coletadas de vida, mi brazo desempañando el cristal a toda velocidad, la nieve brindando un paraje espectacular pero a la vez peligroso y especialmente la estrecha carretera abrazando a las montañas empinadas que teníamos que atravesar, hicieron que aquello se convirtiese en toda una aventura de riesgo y emoción. 


Ya en la fábrica de relojes pudimos ver la ingeniería que hay detrás de aquellas joyas, todo su proceso desde que se cortan las piezas, se diseña lo más complicado que es el mecanismo y su ensamblaje. Fue asombroso ver como algo minúsculo puede albergar tantas horas de trabajo, originalidad y adoración.

Por la tarde bajamos por el otro lado de la montaña para atravesar así la frontera a Francia. Ya puedo decir que alguna vez estuve en el país galo. 

Llegamos a Ginebra de nuevo y fuimos a un centro comercial a imprimir unas fotos para hacer un par de regalos. Entonces experimenté otra muestra de distinción clara entre suizos y españoles. Los primeros confían en la honradez de la gente mientras que los segundos buscan el escondite donde poder evadir cualquier tipo de pago por pequeño que sea. Me explico, las fotografías se imprimían en unas máquinas al lado de la entrada puestas para tal efecto y la cual te sacaba un ticket después de que tú ya tuvieses la foto en tu poder. Tu honradez haría que pasaras por caja y pagaras. Esa misma máquina la encontramos hace unos meses en una tienda en España. El procedimiento era bien distinto: seleccionas la foto pero sólo te sale un código, con el cual tienes que pasar por caja para pagar y te dan la contraseña necesaria para que salga la foto. Otro ejemplo son los periódicos por la calle; están metidos en unas cajas que puedes abrir llevándote así el periódico y de nuevo tu honradez hará que deposites la cantidad de dinero que creas conveniente. 


La cena ese día fue un riquísimo gratin de patatas. Mi estómago ya vapuleado desde aquel día en la montaña, no pudo con toda aquella comida que nos sirvieron, como buenos gallegos, llenando la mesa. 


Al día siguiente empezaba nuestro último día completo de vacaciones. Ese día estaba programada la visita al conocido CERN. Una decepción. Quizás porque la visita era gratis y en inglés, se me hizo muy cuesta arriba. Poco didáctica y más bien tirando a aburrida. No pudimos ver el acelerador de partículas desde dentro porque éramos 3 personas más de las que podían bajar. En ese momento descubrí que lo mío no era la física de partículas. No quiero echar para atrás a nadie que quiera ir a visitarlo, pero yo quizás esperaba algo más espectacular. De todas maneras aprendí varias cosas, como que estábamos en uno de los 4 detectores instalados a lo largo de todo el acelerador, que no se pudo hacer más pequeño porque el campo magnético no dejaría doblar para hacer el círculo, que conectan el acelerador sólo una vez al mes y que si eres un mono con un doctorado, puedes trabajar allí. Resulta que hay una sala en la que están varias personas mirando para monitores a ver si pasa algo y eso muy pocas veces ocurre, pero no pueden apartar la vista. Según el guía, es un trabajo de monos, pero tienes que tener un doctorado. 


En la comida conocí a otra agradable persona, como todas con las que me encontré en el viaje, pero con una sorpresa poco agradable: además de no gustarme el sushi, no me gusta la comida tailandesa… Una sopa de coco de entrante que parecía hecha con Fairy, un té de jazmin sacado de un bote de colonia y un bombón con picante y jengibre habían hecho que aquella comida se convirtiese en todo un reto para mi paladar. 


Apurando las últimas horas en la ciudad, paseamos animados por un sol perezoso que había tardado 6 días en asomarse para desearnos un feliz viaje de regreso a España. Las últimas despedidas y una cena final que ponía la guinda a lo que fue una semana fantástica, sin adjetivos acordes a lo bien que lo pasé, lo mucho que aprendí y lo querida que me sentí. 


El día siguiente se antojaba triste por tener que abandonar aquel paraíso, por despedirme de aquella fabulosa gente y por dejar atrás una ciudad que consiguió en unos días seducirme por completo. Suiza tiene muchos aspectos negativos que todos conocemos, una mentalidad muy capitalista y un nivel de vida demasiado elevado como para hacer turismo, pero el viaje será inolvidable y lleno de grandes momentos. No menos sensacional fue la compañía que hizo posible esta aventura, que me llevó al lugar donde creció, donde jugó con su primer ordenador que ahora, echando la mirada atrás podría parecer sacado de la prehistoria, lugar donde inventó aparatos traídos del futuro, el sitio donde su imaginación empezaba a despuntar a borbotones por encima de la realidad y donde se forjaba, poco a poco, un hombre con unas condiciones óptimas para triunfar, ser feliz y hacer feliz a los demás. A ese acompañante, apuesto caballero, valiente príncipe, compañero de aventuras, guía turístico, joven intrépido y fiel confidente, no puedo más que agradecerle que esto fuera posible y dedicarle esta entrada por todo lo que él significa.”

1 comentario:

  1. Bueno, después de dos intentos fallidos por mandar mi comentario espero que ahora sí funcione (haré copy paste por si acaso jeje). Una entrada de diez Noe! Al leerla recordaba cada instante como si se hubiese grabado en vídeo, no has dejado detalle sin contar y me has hecho desconectar completamente mientras la leía! No puedo más que esperar con muchas ansias tus entradas cariocas y felicitarte y agradecerte por tan bonita dedicatoria al final de tu entrada !

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